Una noche cualquiera, en pleno mes de verano, un policía salió a patrullar como hacía cada vez que le tocaba trabajar a su turno. Salió, como todos los días, con muchas ganas de ayudar dónde y cómo hiciera falta, y con el mismo ánimo de sorprender a los malhechores en plena actividad ilícita. No hacía ascos a ningún tipo de incidencia delictiva o humanitaria.
Ese compañero salía así de
animado a trabajar todos los días, pese a saber de la inquina que algunos le
tenían dentro del colectivo al que pertenecía, amén de la enemistad manifiesta
de algún político con carta en el “servicio”. Muchas eran las zancadillas y trompicones
que tenía que sortear diariamente, desde que comenzó a trabajar en “la
empresa”. Pese a eso, que no es poco, ese policía siempre estaba presto a
ayudar a todos y cada uno de los que mostraban abierta o encubiertamente aquella
animadversión. Esto último lo demostró siempre que se presentó la ocasión, y
fuese quien fuese el que pidiera apoyo. ¡Él siempre estaba allí…!
Antes de tropezarse con nuevas
sensaciones, estuvo toda la noche saboreando las mismas de cada día de trabajo:
sentimiento de ayuda a la mayoría mientras “fastidiaba”, aplicando la Ley, a la
minoría —infractores/delincuentes—. Creía en lo que hacía, y para ayudar a unos
tenía que reprender a otros. Ese es el juego. Es muy sencillo comprenderlo y
asimilarlo. Aquella noche, durante las primeras horas del servicio, incautó pequeñas
cantidades de sustancias estupefacientes prohibidas y también realizó alguna
alcoholemia al conductor de algún vehículo. Un arma prohibida también fue
decomisada, quedando retirada de la calle. Ah, él no iba solo: le acompañaba el
que desde hacía algún tiempo era casi binomio fijo de servicio.
Se iba acercando el momento que
cambiaría su vida. Iba a conocer nuevas sensaciones y él aún no lo sabía.
Pasaban las horas de servicio y tocó ir a reponer energías. Como casi todos los
compañeros, cuando trabajan en el turno de noche, acudió a la gasolinera de siempre
para tomar un café y algún bocado. Tras repostar…”carretera y manta”. Había
cosas que hacer y siguió buscando infractores de todo género y calaña.
Bien entrada la madrugada, el
animado policía, algo acalorado por las altas temperaturas veraniegas, trató de
hacer un servicio de lo más cotidiano y rutinario: trató de identificar al
infractor de un precepto de tráfico. Él y todos lo que son como él hacen eso
mil veces al año —otros ni en mil años lo harían un puñado de veces—. Pero lo que
consiguió identificar fue una situación que hasta entonces le era desconocida. Una
situación para la que siempre se había preparado, pero que siempre creyó que nunca
conocería. Nuevas sensaciones y sonidos.
¡Esa noche conoció la soledad! Pero no cualquier soledad sino la soledad con
mayúsculas. Hablamos del a veces manido: “… O TÚ O YO…”. Aquella soledad era,
a la par, silenciosa y ruidosa. Todo era nuevo y extraño. ¡Por Dios, qué está pasándome! Fue algo nuevo y distinto, algo que
pocos conocen. Algo que pocos pueden contar.
Esa situación fatal es aquella
para la que muchos creen estar preparados, pero cuyo extremo, por suerte para
ellos y sus familias, casi nunca tendrán que verificar.
Aquella SOLEDAD la sintió porque
fue eso, una sensación; fue como si estuviera desnudo ante el mundo. Solo e
indefenso. Nadie podía ayudarlo, era él y el mundo, pero el mundo tenía forma
de bicho negro. Aquello no paró de envestirlo una y otra vez. Durante algún tiempo
—eterno y rápido—, escasos segundos en realidad, no pudo hacer nada para
defenderse. Seguía sintiéndose observado y desprotegido mientras el monstruo
trataba de eliminarlo. Para ese compañero fue el peor momento de su vida. Todo ocurrió
en muy poco tiempo, pero pasó de todo. No tuvo tiempo de pensar en nada, pero
por su mente, como si de una pantalla de cine se tratara, pasaron infinitos
capítulos de su vida.
Esa madrugada se topó con una
bestia corneadora. Gracias a Dios y a
varios factores más, ese policía sorteó las cornadas, si bien una de ellas le
dejó huella en el alma, en la mente y en alguna parte de su anatomía. Esa noche
cambió su vida. Vive, desde entonces, en una extraña línea: el
antes y el después.
Esa noche trajo consigo, a ese
compañero, un montón de datos e información relativa a la amistad, al
compañerismo y a la profesionalidad. Claras conclusiones fueron obtenidas.
Durante meses ordenó y clasificó
todo aquello que, a modo de “datos”, le iba llegando por diversas fuentes. El
odio y la envidia no tienen límites en la especie humana. Aunque parezca
mentira, algunos de los que se visten de policía, y que además cobran por ello,
jalearon a la bestia que trató de quitar la vida a un compañero de la Policía. Hubo
quien incluso lamentó que aquel policía hubiera sabido y podido capear a su homicida
particular. Algunos de esos, quizá todos, jamás vieron al toro ni desde la
barrera, tal vez por eso les resultó muy fácil sentirse más cercanos al bicho
que al policía. Malditos.
Aquel compañero que durante tan breve
espacio tiempo, pero a la vez tan eterno instante, se sintió abandonado, ha
vuelto otra vez a la plaza. ¡Ah!, y cuidado, porque ha saltado al ruedo con el
mismo ánimo y fuerza que aquella noche. Ahora sigue, como siempre, tratando de
cumplir con la que para él es una misión sagrada, que pocos comprenden y respetan.
Lo más duro de todo lo
descubierto y vivido, tras los primeros meses de recuperación física, no fue el
dolor de las heridas y sus secuelas, tampoco fue el agotamiento de las jornadas
de fisioterapia. No fue, ni tan siquiera, el recuerdo de la primera semana que
permaneció alejado de su familia mientras permaneció hospitalizado. Lo más
doloroso fue descubrir el olvido, el desprecio y la falta de respeto que mostraron
algunos compañeros que, hasta aquella noche cualquiera de verano, parecían
amigos. Como poco eran de los “buenos” y de ellos se esperaba algo. Un gesto al
menos. Alguno de esos siempre se mostró cercano y había compartido años de
servicio mano a mano, noche a noche y palo a palo, con el que ahora estaba
medio muerto.
Todo es mentira. Jefes y
políticos…todo mentira. Él, en el fondo, sabía quienes serían los que siempre iban
a estar ahí. No se equivocó. Ellos estuvieron aquel día y los siguientes. La
única verdad de todo es el olvido.
Ese olvido se presentó en forma
de ausencia de llamadas, de nulas visitas y de desinterés por el estado de
salud físico y mental. En definitiva, ausencia de respeto a un compañero del
que había pruebas sobradas de que, llegado el caso, hubiera dado todo por ellos.
Todo por todos. El policía tenía heridas en su cuerpo, pero también en su alma.
Él, a día de hoy, cree que existió
desconfianza y recelo por parte de algunos de esos ausentes. Algunos de esos
olvidadizos compañeros quizá pensaron que ese policía, al igual que ellos pudieron
haber hecho en alguna ocasión, había obrado con trampas. Otros directamente así
quisieron elucubrarlo, creerlo y difundirlo con maldad y con conocimiento y
evidencias de todo lo contrario.
¿Mezcla de odio personal o ignorancia
supina?, seguramente grandes dosis de ambos conceptos se conjugaron para dar
pábulo negativo. Los que tendieron a pensar en sucias teorías, no recordaron
que su olvidado y despreciado compañero siempre les recomendó no hacer trampas
nunca. ¡Cree el ladrón que los demás son de su condición…! Cuando las cosas se
hacen bien no requieren de remiendos.
¡Cómo pasa el tiempo!
Fueron pasando los días, los meses
e incluso los años, y lejos de ver las cosas de otro color, el ambiente
profesional que rodea a ese policía siguió tornándose cada vez más gris. Mentiras,
odios y envidias, emanadas de las inseguridades que fluyen de las incapacidades
de muchos, son los culpables de esas grises tonalidades. Creer en las mentiras,
sobre todo si son escabrosas, es muy fácil para el ser humano, más aún lo es cuando
se está dispuesto a creer en contra de un semejante.
Es más fácil destruir que
construir y es más cómodo ser cobarde que valiente. Si ser honesto fuese fácil
y cómodo…no habría tanto trepa, tanto despropósito y tanta falsedad.
Él...